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Vichy, el gato

Vichy era un Maine Coon orgulloso y majestuoso, cuya sola presencia parecía exigir reverencia. Su dueño, Oskar Mayer, un excéntrico millonario luxemburgués sin descendencia, había decidido que toda su inmensa fortuna perteneciera a su fiel felino. Antes de morir, Oskar instaló en Vichy un chip importado de Churchill, una tecnología pionera capaz de traducir las emisiones electromagnéticas del cerebro del gato en lenguaje humano. Para Oskar, conversar con Vichy en sus últimos días fue una experiencia trascendental, el broche perfecto a una vida de excentricidades, y lo convenció de que no había nadie más digno de heredar su legado que aquel ser tan altivo y singular.

Sin embargo, la ley luxemburguesa no permitía que un animal heredara directamente, por lo que se creó un fideicomiso para garantizar el bienestar de Vichy. Emma y Lara, dos abogadas asignadas por la firma encargada del fideicomiso, se convirtieron en sus cuidadoras. Emma, la hija del propietario de la firma, era analítica y estructurada; Lara, su colega y pareja, poseía un enfoque más intuitivo y empático. Ambas asumieron la tarea con profesionalismo, aunque pronto se dieron cuenta de que convivir con Vichy sería más desafiante de lo que esperaban.

Vichy no tardó en imponer su autoridad. Desde el primer encuentro, dejó claro su desdén por las dos mujeres y, más aún, por su relación. —Tu padre no habría querido esto de ti, Emma—, declaró el gato con su voz computarizada mientras cruzaba la sala con la elegancia de quien sabe que todo le pertenece.

Emma, acostumbrada a lidiar con clientes problemáticos, intentó ignorarlo. Lara, por su parte, intentó suavizar la tensión: —No le hagas caso. Solo asegúrate de que tenga todo lo que necesita.

Pero Vichy no facilitó las cosas. Observaba a las mujeres con una mezcla de superioridad y frío desinterés desde su trono improvisado en un armario antiguo de roble. En un gesto que parecía calculado para exhibir su desprecio, golpeó un costoso adorno que cayó al suelo con estrépito. —Reciéjanlo—, ordenó con indiferencia.

Lara se indignó. —¿Qué te pasa?

—¿No están aquí para eso? ¿No se les paga por cuidarme? —replicó Vichy sin más explicación.

—Nunca te hemos hecho nada malo—, protestó Lara, intentando razonar.

—No necesito una razón. Ustedes eligieron estar juntas en contra de lo natural, sin dar explicaciones—, sentenció el felino mientras se lamía las patas delanteras, como si la conversación ya no le interesara.

A pesar de sus esfuerzos, Emma y Lara no lograban comprender cómo tratar con un ser tan altivo. Los comentarios mordaces de Vichy y su actitud hostil las desgastaban, pero persistieron en su labor, conscientes de que el bienestar del gato también aseguraba su estabilidad económica.

En un momento particularmente tenso, Vichy lanzó una reflexión que las dejó sin palabras: —No entiendo cómo ustedes están dispuestas a hacer todo esto por el dinero. A pasar la vergüenza de ser maltratadas. Me es difícil de entender. Los humanos son capaces de rebajar su propio estatus como especie por la ilusión del dinero.

Lara respondió con incredulidad: —Eso lo dices porque tienes el dinero de Oskar.

—¿Qué puedo hacer yo con eso? ¿Es decir, dedicarme a buscar los placeres que buscan los humanos y empezar a adolecer como ustedes de falta de autoestima para conseguir más? —replicó Vichy con desdén.

—Nunca lo entenderías. Nuestras reglas son diferentes, así como no entiendes nuestra relación—, dijo Emma.

—No es necesario que entienda. Yo soy un gato y no tengo por qué mezclar mi esencia con la de ustedes. Ustedes no pueden vivir en paz consigo mismos, y yo sí.

Con el tiempo, algo cambió. Vichy se volvió silencioso, observándolas desde las sombras con una intensidad casi perturbadora. Emma y Lara nunca lograron identificar el momento exacto en que su hostilidad se diluyó, pero sí notaron que el gato había dejado de hablarles. Su silencio, aunque un alivio inicial, pronto se tornó inquietante.

Finalmente, una noche, cuando Vichy ya estaba visiblemente envejecido, rompió su mutismo. —Quiero pedirles algo—, anunció desde su rincón junto a la chimenea.

Lara y Emma intercambiaron miradas sorprendidas. —Lo que quieras, Vichy—, respondió Lara con cautela.

—Quiero dejar claro quién debe heredar la fortuna de Oskar.

Las mujeres se tensaron, conscientes de las implicaciones de aquel pedido. —Está bien. ¿A quién deseas dejarla? —preguntó Emma.

—La mitad para Emma y la mitad para Lara—, declaró con frialdad, como si aquella decisión fuera irrelevante para él.

—¿Por qué a nosotras? —preguntó Emma, incapaz de ocultar su sorpresa.

Vichy se levantó con esfuerzo, pero con la misma dignidad de siempre. —Eso no es de su incumbencia. Estoy cansado. Me iré a dormir.

Esa misma noche, Vichy murió en silencio. Emma y Lara quedaron conmocionadas. Nunca lograron formalizar el testamento que el gato había solicitado. La legislación luxemburguesa dictaba que, en ausencia de un heredero humano designado, la fortuna de Oskar pasaba al estado. Las palabras finales de Vichy quedaron grabadas en sus memorias, pero el misterio de su cambio de corazón nunca pudo ser resuelto.