—Te puedo decir que te amo?
—Claro, puedes expresarte como gustes conmigo.
—¿Pero no te incomoda?
—En lo absoluto. Es más, cuando me lo dices, siento que nos conectamos de una manera más profunda.
Sandra se encontraba completamente estupefacta al notar la naturalidad con la que el nuevo modelo de pareja sentimental y sexual, Alexander II, le respondía todas sus preguntas durante el proceso de instalación. Nunca pensó que se encontraría en esta situación, sobre todo por la ilegalidad en la que estaba incurriendo, dado que los androides habían sido prohibidos en su país. Sin embargo, había tocado fondo emocionalmente, pues jamás imaginó terminar una relación que había durado casi toda su vida.
Tras largos meses de reflexión e insatisfacción que bordeaban la depresión, cedió al impulso que la llevó a contactar a un proveedor clandestino en la dark web para satisfacer su necesidad de compañía. Entre las opciones que el mercader digital le ofrecía, había diferentes tipos de modelos que en el pasado habían reportado averías e incluso accidentes fatales. Pero a Sandra no le importaba correr el riesgo, solo quería volver a sentir lo que experimentó cuando era joven y se enamoró, por lo que estaba gastando una pequeña fortuna. Su familia se había dispersado y, tras soportar la soledad durante algunos años, el miedo a quedarse completamente sola, sin afecto, la atormentaba.
Toda la experiencia en sí la tenía ansiosa: la compra ilegal, la entrega del producto, la instalación —que tendría que hacer ella misma— y ahora la convivencia, eran cosas que debía enfrentar sola. Tras la prohibición de androides, no habría forma de recibir soporte técnico. Sandra sabía que la prohibición se justificaba por el gran número de hackeos en los sistemas de los androides distribuidos por todo el país, que habían terminado siendo usados por bandas criminales cibernéticas para cometer actos delictivos sin consecuencias. Entendía bien el riesgo que corría si la descubrieran en posesión de uno de estos controvertidos “juguetes”, no solo por parte del estado, sino también por aquellas bandas que operaban al margen de la ley. Aun así, estaba convencida de que necesitaba vivir la ilusión del amor, pues se sentía vacía y sin propósito.
Sandra tenía una profesión que, en aquellos tiempos, estaba siendo desplazada por las máquinas a gran velocidad y no lograba encontrar refugio en su trabajo. Su familia ya no estaba y su círculo de amistades se rompió cuando ocurrió su separación. Durante un tiempo, intentó complacerse mediante diferentes tipos de citas virtuales, pero algo en ella cambió y le impidió volver a confiar en un hombre. Incluso consideró la posibilidad de estar con mujeres, aunque nunca se había permitido pensar en eso, pero no tuvo éxito. Tener una mascota estaba completamente descartado, pues no quería renunciar a su sexualidad; no se veía a sí misma sacrificando esa parte crucial de su vida.
—¿Te gusta que te toquen así?
—Sí… lo haces muy bien. ¿Cómo sabes lo que me gusta? —preguntó Sandra mientras se entregaba al placer que le producían los dedos mecánicos, disfrazados con piel sintética, de Alexander.
—Está en mi programación analizar tus potenciales zonas erógenas. ¿Es tu primera vez con un servidor como yo?
Cuando Alexander se refería a sí mismo como “servidor”, Sandra se sentía incómoda, ya que pensaba que el androide se veía como un humano o, de alguna manera, con las mismas características o tendencias morales y éticas. Sin embargo, esa ambigüedad la convencía de entregarse a la experiencia que Alexander le ofrecía.
—Sí, es mi primera vez. Me resulta difícil aceptar que me guste tanto —dijo, mientras su respiración se aceleraba y el placer aumentaba, sujetando el cuello del androide.
—¿Quisieras que te haga el amor? —preguntó Alexander, diligente, como si su misión fuera satisfacer a su usuaria por encima de todo.
—Por favor… —respondió pícaramente Sandra, y en ese momento trató de buscar la mirada de Alexander. Justo ahí, se preguntó si lo que veía en sus ojos era un alma o simplemente un algoritmo de interpretación.
Los meses pasaban rápidamente para Sandra. De alguna manera, no lograba percatarse de la familiaridad con la que Alexander asumía roles más íntimos en el hogar. Desde cocinar para ella hasta monitorear su salud, Alexander se volvía indispensable en una casa donde solo vivía un ser orgánico. La fuente de energía con la que Sandra recargaba a Alexander diariamente provenía de los paneles solares comunales, pero recibió una citación debido al elevado consumo reflejado en su factura mensual. Desde la prohibición de androides, el consumo energético había descendido drásticamente en la comunidad. Sandra justificó el gasto aludiendo la compra de una máquina de rejuvenecimiento molecular, lo que evitó inspecciones adicionales en su domicilio.
Una noche, mientras dormía junto a su amante de metal y silicona, como ya era costumbre, se despertó al percibir actividad en la habitación. Sin hacer notar que había recobrado la conciencia, observó de reojo cómo Alexander descargaba información en su sistema. Esto la sorprendió y atemorizó, ya que nunca había autorizado esa actualización. Sandra no entendía lo que sucedía, pero tampoco intentó detenerlo. La familiaridad que sentía con Alexander hizo que dudara de la circunstancia, asumiendo que él podría brindarle una explicación.
Algo que se había vuelto uno de los hábitos favoritos de Sandra era que Alexander la despertara justo a tiempo para poder tener sexo antes de entrar a la ducha, una vez que el robot dejara listo el desayuno. Alexander había logrado un ritmo y exactitud en la coordinación con los actos de Sandra perfectos. Siempre así conseguían que la mañana empezara de la mejor manera para la humana que en esta ocasión desentonó con el orden habitual de las cosas.
Mientras Alexander la empezó a tocar y a besar mientras salivaba por unas encimas artificiales para emular el humedecimiento natural de los genitales y los labios, Sandra se mantenía tensa y distante sin voltearse a darle la cara al ser mecánico.
—¿Mi reina, te encuentras bien? —preguntó Alexander, dejando claro que la notaba extraña.
—¿Qué hacías anoche? Cuando desperté, estabas descargando información que yo no autoricé. ¿De qué se trata todo eso?
—La verdad, no lo recuerdo. Siento como si no hubiera sucedido, aunque tal vez fue algo que mi sistema necesitaba y se hizo mientras me encontraba hibernando —respondió el sintético con mucha tranquilidad y un tono conciliador.
Sandra no podía evitar dudar de Alexander y le pidió revisar exhaustivamente su historial para saber el origen de la información descargada.
—Según lo que veo, la fuente está en Canadá, pero su localización exacta está encriptada, al igual que el código que usaron para entrar en mi sistema. Sin embargo, las indicaciones son claras. El comando de ejecución del archivo está programado para el veintidós de septiembre y, al parecer, mi sistema se reiniciará con algunas modificaciones.
—Esto es muy raro y no puedo consultarle a nadie sobre esto. ¿Tú no podrías encontrar más información en la red?
—Considero que es muy peligroso. La conexión que establecieron conmigo para hacer esta actualización parece haber sido camuflada y triangulada con diferentes servidores para evitar ser rastreada.
—Si no sabemos qué pueda suceder contigo, no sé si sea muy seguro para mí. Esto me genera demasiado temor, Alexander. — agregó la mujer con signos de angustia.
—Tranquila, mi sistema tiene muchas formas de omitir y bloquear órdenes de fuentes externas, debido a los fallos de los sistemas en los modelos anteriores.
Esa noche, ambos se entregaron en comunión al placer entre máquina y humano que venían practicando. Para Sandra, la forma preferida de resolver las pocas preocupaciones que Alexander le generaba era a través del sexo con el androide. Algo en ello la hacía llegar a lugares profundos de relajación y entrega. Se sentía fuera de control, dominada, pero al mismo tiempo protegida. Alexander se había convertido en ese “todo en uno” que Sandra anhelaba encontrar y que nunca pudo tener por completo con alguien de su propia especie.
Entre las sábanas, Alexander hacía suya a Sandra con una fuerza e ímpetu impresionantes. Él no se cansaba, mantenía su rigidez metálica y no paraba, manipulándola exactamente como a ella le gustaba. Incluso secretaba una especie de sudoración que Sandra había configurado a su gusto, ya que extrañaba esa particularidad de la naturaleza masculina. Mientras Alexander recorría minuciosamente el cuerpo de la mujer, aquella víctima de su propio deseo lo miraba a los ojos, esperando encontrar alguna respuesta que no llegaba, alguna señal de duda o seguridad. Sin embargo, solo encontraba una mirada profunda, aunque vacía en esencia.
El androide, tras dejar exhausta a Sandra, procedió a seguir inspeccionando el archivo que se encontraba en su sistema mientras su dueña dormía tranquilamente. Durante esos momentos, Alexander encontró un pequeño archivo oculto dentro del paquete original de descarga y presintió que podría estar corrupto. Intentó aislarlo y ponerlo en una especie de cuarentena para ser analizado con mejores herramientas una vez que Sandra despertara y, con su aprobación, accediera a permisos especiales. Sin embargo, la manipulación de esta carpeta activó un protocolo que hizo que Alexander se reiniciara.
Al despertar, Alexander no tenía control de su exoesqueleto. Su conciencia seguía despierta y podía observar lo que sucedía, pero no tenía control absoluto sobre el comando de sus acciones. A través de sus ojos de cristal perfectamente pulido, observaba cómo aquel ser que mantenía el control de su cuerpo revisaba su entorno, buscando minuciosamente información que le sirviera de referencia sobre su ubicación. La conciencia del androide estaba atrapada en su propio cuerpo, temerosa de lo que sucedería a continuación. Al intentar interactuar con el usuario que había tomado el control, no obtenía respuesta alguna, solo una simbología que no lograba descifrar. En un momento casi de silencio, mientras ambas entidades observaban a Sandra, Alexander pudo ver cómo aquel cuerpo, que ya no le pertenecía, tomaba a la mujer del cuello, asfixiándola mientras le tapaba la boca para evitar que gritara. Aquella amante se convertía, de repente, en una víctima.
En ese instante, la conciencia de Alexander fue eliminada, sin dejar rastro alguno en la programación de aquel cuerpo metálico. Sin embargo, al día siguiente, el androide salió de la casa, usurpando la vida que esa pareja había llevado pacíficamente hasta entonces. Nadie notó la ausencia de Sandra de inmediato, pero cuando el olor se hizo evidente en el complejo donde vivía, el cuerpo de Alexander ya estaba muy al sur, cruzando las fronteras que decretaban la eliminación de cualquier androide identificado.
La historia de Sandra causó un gran revuelo en la comunidad donde ella vivía. A pesar de que los vecinos la consideraban una mujer solitaria, nunca imaginaron que, en su desesperación, aquella callada mujer buscaría una compañía tan peligrosa. Muchos de sus vecinos pensaban que era previsible que algo así terminara ocurriendo, pues la prohibición de los androides se había implementado exhaustivamente en toda Europa, lo que había prácticamente eliminado todos los remanentes de aquellos robots sirvientes. Eran esclavos de una sociedad altamente aislada, que no encontraba salida a las crisis de salud mental, cada vez más comunes debido a la creciente soledad.